Cada día, miles de personas se ven obligadas a
abandonar sus países de origen debido a guerras, persecuciones, hambre o la
falta de oportunidades. Empujados por estas duras circunstancias, muchos no
encuentran otra salida que emprender un arriesgado viaje en pateras, frágiles
embarcaciones que no ofrecen seguridad frente a la inmensidad del mar.
El trayecto está marcado por el miedo, la
incertidumbre y el peligro constante, pero también por la esperanza de hallar
un futuro más digno y humano. La acogida de estas personas no debe entenderse
solo como un gesto de solidaridad, sino como un acto de justicia y humanidad.
Quienes llegan tras arriesgar sus vidas merecen apoyo, respeto y la oportunidad
de reconstruirlas en paz.
Acoger es reconocer su valor, aliviar su sufrimiento y darles la oportunidad de comenzar de nuevo.
Acogida a quienes llegan
Detrás de cada rostro que viaja en una patera
hay una historia: una madre que quiere salvar a sus hijos del hambre, un joven
que huye de la guerra, una familia entera que deja atrás todo lo que ama con la
esperanza de encontrar un futuro más humano.
El mar, inmenso y cruel, se convierte en la
última frontera. Cada ola es un miedo, cada noche sin horizonte es una prueba
de fe. Y aun así, en medio del peligro, se mantiene viva una chispa de
esperanza: la de ser recibidos con dignidad, la de encontrar manos que no
rechazan, sino que acogen.
La acogida no es solo dar refugio. Es mirar a los ojos y reconocer en el otro a un ser humano que merece paz, respeto y una vida nueva. Porque quien cruza el mar en una patera no busca caridad: busca vida. Y es nuestra responsabilidad recibirlos con el corazón abierto.