Calles iluminadas y llenas de gente que anda rápido cargando con bolsas con distintos logos impresos, villancicos a un volumen poco moderado saliendo de las tiendas, amigos invisibles, comidas familiares, regalos por hacer y sonrisas por pintarnos en la cara mientras brindamos. En Navidades, aún más que en otras épocas, las exigencias sociales y culturales que acabamos interiorizando parecen multiplicarse, y pueden ser unos días especialmente difícil para muchas de nosotras.
En estas fechas a menudo se esperan reencuentros que no siempre llegan, o al contrario, llegan de manera impuesta cuando se preferiría distancia. También se multiplican imágenes de felicidad muchas veces impostada, pero presente aquí y allá, que puede resultarnos ajena. Esto puede sumar para que nos sintamos más solas, más melancólicas, o nos midamos con otros en esas comparaciones injustas en las que nos vemos menos afortunadas, menos queridas, menos acompañadas… siempre menos.
Aún hay mucho peso de tradiciones religiosas en nuestra cultura, aunque hoy, a menudo, en un lugar secundario frente al Dinero endiosado (¡es el Mercado, amigo!). En Navidad parece que tanto la familia como institución como el consumismo sean dos sacramentos más para celebrar para religiosos y no religiosos. Regalos y encuentros que a veces ilusionan pero otras se hacen por compromiso. Cena de empresa, del grupo de yoga, reunión de ex-alumnos… ¿seguro que tenemos que llenar el calendario con estas citas, independientemente de si nos apetecen o no, solo porque toca y está automatizado?
Estas fechas son complicadas para muchas. Con algunos colectivos, como la comunidad LGTBQ, las personas que convivimos con un diagnóstico psiquiátrico compartimos que a menudo las expectativas que había para nosotras eran otras, lo que puede manifestarse en decepción, negación, tolerancia (en ese uso que nos chirría a tantas de “bueno, vale, te tolero”). En mi caso, desde mi cisheterosexualidad que sí les encaja como normativa, el peso de haber roto las expectativas suele ir asociado a mi psiquiatrización. Estoy loca, dejé de estudiar, tengo varias etiquetas diagnósticas psiquiátricas en mi historial, una discapacidad, he pasado por largos periodos de baja o “inactividad” (laboral, pero a quién le importa el resto). Y en estas fechas a menudo he vivido situaciones en las que se me ha pedido (a veces explícitamente, a veces todo está en una neblina más sutil) ocultar ingresos previos, diagnósticos, medicaciones, el instituto abandonado a mitad de curso o el tiempo invertido en un hospital de día.
En mi familia, muchos muchos años atrás, para no “darles un disgusto” a los abuelos, pobres, que menuda nieta les había tocado… mejor decir que sí seguía yendo al instituto, mejor inventarme los exámenes de siempre y las buenas notas a las que estaban acostumbrados o, cuando eso ya no fue sostenible, mejor decir simplemente que había dejado de estudiar porque me había dado por ahí y ahora prefería ir a un centro de día (¡centrodedía, centrodedía, que no se te escape hospitaldedía, cuidado!) donde hacía teatro y manualidades y cosas así artísticas, me habría vuelto bohemia, sería la adolescencia. Como obviaba las dosis de Haloperidol que me daban en la enfermería del hospitaldedía, perdón, centrodedía, esas que me hacían dormirme al coger el autobús de vuelta a casa y despertarme unas paradas más allá de la mía, supongo que la decepción era más llevable.
En algún entorno concreto, sobre mí pesan cosas así susurradas en medio de esa neblina de incomprensión y falta de claridad de la que hablaba antes: soy la chica que está mal, a la que algo le pasa, la que está cansada/nerviosa/enferma… pero no saben de qué y al final la propia bruma y el prejuicio te convierte con facilidad en la vaga que no hace nada: “…teniendo todo el día libre. ¿Sabes que su chico es el que más curra en la casa, será posible?”.
En las personas que convivimos con sufrimiento psíquico este puede acrecentarse en estas fechas por más motivos. Hay traumas familiares (a veces hasta agresiones importantes y situaciones de abusos) que nunca se abordaron en la familia, que de hecho quedaron encubiertos en el diagnóstico psiquiátrico (asumiendo que el problema es tuyo y de tus desequilibrios neuroquímicos, no las vivencias que sufriste ni nada que ver con dinámicas dañinas en la convivencia o en la infancia). Hay gente que año tras año se vuelve a ver sentada frente a frente con sus recuerdos traumáticos, compartiendo salón y decoración del árbol con sus maltratadores o abusadores. Gente a la que sus propios sentimientos mezclados de rabia, impotencia, vergüenza, añoranza, culpa… le complican mucho tener bienestar en estas fechas de mayor contacto con el entorno donde todas estas sensaciones se originan.
Además, es difícil escapar de la idea asentada en el imaginario colectivo de reunión familiar compartida en amor y compañía. A la vez corren bromas, memes y chistes sobre cómo sobrevivir a las cenas. ¿Podremos soportar al cuñado que lanza vivas al rey en el discurso de Nochebuena -eso sí que es un #EXISTEN de los que dan miedo y no la supuesta epidemia de denuncias falsas en las que insiste el machirulismo? ¿Será mejor emborracharse en los entrantes, esperar al cordero o soportar las preguntas sobre por qué no bebes alcohol? ¿Estamos legitimadas para irnos cuando lleguen las bromas sexistas de turno sobre el vestido que lleve cualquier mujer en la tele que no vista exactamente como alguien que no es ella misma juzga que debería vestir, o cuando te digan que total los berberechos no tienen sistema nervioso y que vaya tontuna os ha dado a todos con el veganismo ahora? ¿Qué respuesta irónica aún no hemos usado frente a las preguntas por el novio, o matrimonio, o bebé, o bautizo… que no llega y ya tardas?
Ese imaginario colectivo de reunión familiar en armonía, con conversaciones agradables y hasta interesantes durante la cena, en donde el cariño es la base y los cuidados y tareas están presentes y distribuidos en función de las necesidades y capacidades de cada cual… En efecto, en el 99,99 por ciento de los casos es solo un imaginario, irreal, que en contadas ocasiones existe más allá de las películas de ambientación navideña que ponen esos días en televisión.
Ni las Navidades que vivimos son mayoritariamente las que tenemos en la cabeza como ideales, ni, siendo honesta, este artículo es el que yo tenía en la cabeza al empezar a escribir.
Quería aprovechar para tejer conexiones entre las dificultades que podemos tener las personas psiquiatrizadas en estas fechas de felicidad obligatoria (en una sociedad que ya impone en general ser feliz, productivo, estable) con muchas otras personas sin diagnóstico alguno. Compartimos a menudo la exigencia externa o interna de fingir; ese volver a revivir el cuestionamiento; que tantos se crean con derecho a opinar sobre tu vida y tus decisiones: cómo se te ocurre alargar esa baja, que tanta inactividad no te puede sentar bien; ¿pero todavía sin curro?; pero come más, que estás como un palo; pero cómo comes tanto, que es que engulles; ¿la medicación te la has tomado?; ya podías hacer algo, que estás ahí sentada tan ancha; no, no, eso de pedir la discapacidad es un disparate, lo que quieres es acomodarte en el pobrecita y eso no puede ser; ¿pero cómo que reducir la medicación, si ya sabes cómo te pones y lo que ha dicho el médico?; ¡no te quejes, que encima tienes una pensión que te pagamos todos!; pues ya me gustaría a mí vivir así del cuento rascándome la barriga; mira, si te vas a poner histérica no, ¿eh?; no nos des la noche, con lo que hemos pasado contigo, tengamos la fiesta en paz.
Quería aprovechar el artículo para señalar que hay problemas de fondo comunes, como el que un tercero se crea con derecho a juzgarnos. A mí por mis problemas de salud mental y mi gestión mala o regular o como voy pudiendo. A la chica que querría ir acompañada de su novia a la comida familiar y también le toca demasiado a menudo ser juzgada, ella y su relación y su orientación sexual (nos vas a dejar en evidencia, ¿tanto te cuesta?; tú harás lo que quieras en tu casa y bastante dolores de cabeza nos ha costado ya eso, pero aquí a la cena no vengas a montar el numerito; por lo menos podíais disimular, la verdad, que es que encima habrá que ir alardeando…). A esa amiga a quien su familia chantajea con que si quiere ir a cenar, por favor, venga vestido como es debido (cuando “como es debido” significa “bien acorde con el género que yo quiero que tú seas, independientemente de que tú ya me hayas dicho que no es el tuyo”) pretendiendo que aguante una velada mientras se empeñan en usar el nombre masculino de nacimiento del que ella se desprendió años atrás. ¿Hasta cuándo este tener que soportar los juicios ajenos sobre nuestras vidas?
Además en momentos o vidas en las que el sufrimiento psíquico intenso está muy presente (donde el aislamiento viene a menudo de la mano), es fácil también que estas fechas nos recuerden a los vínculos importantes que tuvimos y hoy ya no están con nosotros, y la añoranza se nos clave muchísimo y sintamos que hace mayor el vacío con el que ya cargamos a veces. En ese mismo echar de menos podríamos hermanarnos también con otras soledades no elegidas, con las migrantes cuyas familias están a miles de kilómetros; con las refugiadas que dejaron escombros, guerras y persecuciones atrás, pero no lo suficiente como para no tenerlas presentes; con ancianos y ancianas que viven solas en nuestro edificio o en una residencia a las afueras de la ciudad sin familia que pueda o quiera visitarles…
Sobre todo, la idea de hacer este texto tenía que ver con intentar pensar en qué hacer con estas sensaciones y dificultades. Quería poner en valor las familias elegidas, vínculos que tantas veces son sostén y apoyo, esas personas cercanas que no están en el árbol genealógico pero están en las paredes de tu casa, en tu cuaderno de supervivencia en el que recoges los momentos bonitos, en tu listado de gente de la que estar pendiente esa semana bajo el epígrafe “pendiente de y disfrutando con…”.
Quería destacar la importancia de las redes vecinales, del apoyo mutuo, de poder preguntar a la vecina mayor de tu edificio si va a cenar con alguien ese día porque quizá puede bajarse a tu casa. Recordar que la familia puede ser un concepto cerrado del que no necesariamente prescindamos si conseguimos encontrar un punto de equilibrio entre las tensiones (si las hay) y los afectos (si los hay), pero que por qué no abrir las puertas de esa institución, aunque chirríen por haberse ido oxidando, y reinventar vínculos, y lazos, y redes, y mundos.
En este qué podemos hacer para facilitarnos estos días, quería intentar recoger algunas ideas que compartimos en los Grupos de Apoyo Mutuo o simplemente con nuestros distintos vínculos con los que a veces intercambiamos recetas, o chistes frikis, o recomendaciones de series y artículos, o kleenex y hombros donde apoyarnos. Y al final no sé si tengo tantas ideas, que también a mí misma esta Navidad se me está haciendo cuesta arriba a pesar de que me ha encantado siempre poner el árbol y adornar la casa y llevo años cantando en invierno y en verano mi villancico preferido de los que inventamos en aquel concurso de villancicos laicos que celebramos desde la Asamblea del 15M de mi barrio en la plaza de Olavide (fum, fum, fum).
Así que ideas desde este cuesta arriba navideño poco habitual en mí tengo pocas. El humor, que siempre nos salva, claro. Los libros, que también. Darnos permiso para lo que necesitemos e intentar ser cariñosas con nosotras mismas. Priorizarnos un poquito, no hace falta volvernos el ombligo del mundo, pero igual no girar permanentemente alrededor de otros ejes como si fuéramos su satélite. Otras ideas concretas vienen mejor recogidas en este artículo sobre cómo cuidarnos en Navidad en la web PrimeraVocal.org (habla del caso de tener recuerdos traumáticos pero pueden ser buenas ideas en general). Entre ellas: tener previsto algún plan o actividad agradable para después del encuentro o visita que se nos pueda hacer complicada; hacer descansos en medio llamando a alguien de confianza o dándonos un tiempo en otro cuarto; despidiéndonos si el malestar aumenta o la situación se hace tensa; limitar las visitas, encuentros y actividades al tiempo que nos haga sentir cómodas; diseñar otras fiestas en las que sintamos que podemos disfrutar, programar actividades deseadas; hacer voluntariado esos días; dar paseos largos acompañadas o en soledad… En el artículo podéis leer otras ideas y adaptarlas a vuestras preferencias y necesidades. Os animo mucho a leerlo.
También quería compartir una última estrategia que personalmente me sirve mucho. En estas fechas me costaba especialmente la idea de hacer balance del año que termina y listar propósitos para el que empieza. Una persona bonita me enseñó a final de 2017 algo que quiero repetir desde ahora: cambiar el balance y lista de propósitos por recordar cosas agradables del año que termina y pensar en cosas que podrían ser momentos buenos el año siguiente o que nos apetecería que pudieran pasar o pudiéramos hacer. Cosas pequeñas, no hace falta que hayamos ganado el Nobel ni mucho menos (no le ha pasado ni a Murakami). Yo las escribo en dos hojas y con muchos colores, todas mezcladas. Mi listado de cosas buenas de 2017 lo imprimí, plastifiqué y pegué en la pared al lado de la cama, para recordarme en los muchos momentos complicados que también tuvo este año, que esos momentos conviven con ese puñado de muchos otros momentos buenos chiquitos y grandes.
En mi listado de cosas buenas de 2017 hay hueco para cosas tan dispares como las risas a costa de un video que vi casi infinitas veces con una campaña promocional del Metro madrileño de hace veinte años; títulos de algunos libros y canciones; memes y GIFs enviados y recibidos; haber mejorado en poner límites, en pedir ayuda y ayudar; chistes malos a la vez buenísimos; alguna serie, receta, peli; mi retirada de medicación; intentar un embarazo; un titular de periódico que se cambió tras protestar; el feminismo; la sentencia condenatoria en Argentina contra los ‘vuelos de la muerte’; varios comentarios de algunas amigas que me he guardado dentro y hablan de hacer monólogos o afilar hachas contra el patriarcado…
En las ideas de cosas bonitas que podían esperarme en 2018 estaban una visita a Barcelona, conocer algunas librerías concretas en ciudades dispersas por el mapa, ir a un parque que al menos en las fotos parece hecho por Eduardo Manostijeras, ver la exposición No Pasarán, jugar con los libros y las palabras, reforzar vínculos… Algunas se han hecho realidad, otras quizás me esperen en 2019.
Quería terminar contando que en las cosas bonitas que hace un año escribí que podrían estar dentro de mi 2018 anoté en rojo “escribir en Pikara”. Ahora hay algún artículo mío entre sus páginas (físicas y virtuales). Cuando en unos días me reúna con mi amiga para recordar juntas cosas bonitas de este año que termina en breve y pensar cosas que podrían ilusionarnos de cara a 2019, Pikara estará en ambas listas.
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